Env�e esta p�gina de la ninfa, por Rub�n Dar�o a un amigo

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Rub�n Dar�o

La ninfa
Cuento parisiense


En el castillo que �ltimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hall�bamos a la mesa hasta seis amigos. Presid�a nuestra Aspasia, quien a la saz�n se entreten�a en chupar como ni�a golosa un terr�n de az�car h�medo, blanco entre las yemas sonrosadas.

Era la hora del chartreuse. Se ve�a en los cristales de la mesa como una disoluci�n de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se descompon�a en las copas medio vac�as, donde quedaba algo de la p�rpura del borgo�a, del oro hirviente del champa�a, de las l�quidas esmeraldas de la menta.

Se hablaba con el entusiasmo de artista de buena pasta, tras una buena comida. �ramos todos artistas, qui�n m�s, qui�n menos, y aun hab�a un sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera inmaculada el gran nudo de una corbata monstruosa

.

Alguien dijo: -�Ah, s�, Fremiet! -Y de Fremiet se pas� a sus animales, a su cincel maestro, a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno buscaba la pista de la pieza, otro, como mirando al cazador, alzaba el pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa y erecta. �Qui�n habl� de Mir�n? El sabio, que recit� en griego el epigrama de Anacreonte: Pastor, lleva a pastar m�s lejos tu boyada no sea que creyendo que respira la vaca de Mir�n, la quieras llevar contigo.

Lesbia acab� de chupar su az�car, y con una carcajada argentina:

-�Bah! Para m�, los s�tiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si esto fuese posible, mi amante ser�a uno de esos velludos semidioses. Os advierto que m�s que a los s�tiros adoro a los centauros; y que me dejar�a robar por uno de esos monstruos robustos, s�lo por o�r las quejas del enga�ado, que tocar�a su flauta lleno de tristeza.

El sabio interrumpi�:

-�Bien! Los s�tiros y los faunos, los hipocentauros y las sirenas han existido, como las salamandras y el ave F�nix.

Todos re�amos; pero entre el coro de carcajadas, se o�a irresistible, encantadora, la de Lesbia, cuyo rostro encendido, de mujer hermosa, estaba como resplandeciente de placer.

** * **

-Si- continu� el sabio -:�con qu� derecho negamos los modernos, hechos que afirman los antiguos? El perro gigantesco que vio Alejandro, alto como un hombre, es tan real, como la ara�a Kreken que vive en el fondo de los mares. San Antonio Abad, de edad de noventa a�os, fue en busca del viejo ermita�o Pablo que viv�a en una cueva. Lesbia, no te r�as. Iba el santo por el yermo, apoyado en su b�culo, sin saber d�nde encontrar a quien buscaba. A mucho andar, �sab�is qui�n le dio las se�as del camino que deb�a seguir? Un centauro, medio hombre y medio caballo - dice un autor; - hablaba como enojado; huy� tan velozmente que presto le perdi� de vista el santo; as� iba galopando el monstruo, cabellos al aire y vientre a tierra.

En ese mismo viaje San Antonio vio un s�tiro, �hombrecillo de extra�a figura, estaba junto a un arroyuelo, ten�a las narices corvas, frente �spera y arrugada, y la �ltima parte de su contrahecho cuerpo remataba con pies de cabra�. -Ni m�s ni menos- dijo Lesbia. -�M. de Cocureau, futuro miembro del Instituto!

Sigui� el sabio:

-Afirma San Jer�nimo que en tiempos de Constantino Magno se condujo a Alejandr�a un s�tiro vivo, siendo conservado su cuerpo cuando muri�.

Adem�s, vi�le el emperador de Antioqu�a.

Lesbia hab�a vuelto a llenar su copa de menta, y humedec�a la lengua en el licor verde como lo har�a un animal felino.

-Dice Alberto Magno que en su tiempo cogieron a dos s�tiros en los montes de Sajonia. Enrico Zormano asegura que en tierras de Tartaria hab�a hombres con s�lo un pie y s�lo un brazo en el pecho. Vicencio vio en su �poca un monstruo que trajeron al rey de Francia, ten�a cabeza de perro; (Lesbia re�a) los muslos, brazos y manos tan sin vellos como los nuestros; (Lesbia se agitaba como una chicuela a quien hiciesen cosquillas), com�a carne cocida y beb�a vino con todas ganas.

-�Colombine!- grito Lesbia. Y lleg� Colombine, una falderilla que parec�a un copo de algod�n. Tom�la su ama, y entre las explosiones de risa de todos:

-�Toma, el monstruo que ten�a tu cara!

Y le dio un beso en la boca, mientras el animal se estremec�a e inflaba las naricitas como lleno de voluptuosidad.

-Y Fileg�n Traliano- concluy� el sabio elegantemente -afirma la existencia de dos clases de hipocentauros: una de ellas como elefantes. Adem�s...

-Basta de sabidur�a- dijo Lesbia. Y acab� de beber la menta.

Yo estaba feliz. No hab�a desplegado mis labios -�Oh!, exclam� para mi, �las ninfas! Yo desear�a contemplar esas desnudeces de los bosques y de las fuentes, aunque, como Acte�n, fuese despedazado por los perros. Pero las ninfas no existen.

Concluy� aquel concierto alegre, con una gran fuga de risas y de personas.

-�Y qu�!- me dijo Lesbia, quem�ndome con sus ojos de faunesa y con voz callada como para que s�lo yo la oyera. -�Las ninfas existen, t� las veras!

Eran un d�a primaveral. Yo vagaba por el parque del castillo, con el aire de un so�ador empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas nuevas y atacaban a los escarabajos que se defend�an de los picotazos con sus corazas de esmeralda, con sus petos de oro y acero. En las rosas el carm�n, el bermell�n, la onda penetrante de perfumes dulces: m�s all� las violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virgen. Despu�s, los altos �rboles, los ramajes tupidos llenos de mil abejas, las estatuas en la penumbra, los disc�bolos de bronce, los gladiadores musculosos en sus soberbias posturas g�mnicas, las glorietas perfumadas, cubiertas de enredaderas, los p�rticos, bellas imitaciones j�nicas, cari�tides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden atl�ntico, con anchas espaldas y muslos gigantescos. Vagaba por el laberinto de tales encantos cuando o� un ruido, all� en lo oscuro de la arboleda, en el estanque donde hay cisnes blancos como cincelados en alabastro y otros que tienen la mitad del cuello del color del �bano, como una pierna alba con media negra.

Llegu� m�s cerca. �So�aba? �Oh, Numa! Yo sent� lo que t�, cuando viste en su gruta por primera vez a Egeria.

Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud de los cisnes espantados, una ninfa, una verdadera ninfa, que hund�a su carne de rosa en el agua cristalina. La cadera a flor de espuma parec�a a veces como dorada por la luz opaca que alcanzaba a llegar por las brechas de las hojas. �Ah!, yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y o� entre el burbujeo sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y armoniosa, que me encend�a la sangre.

De pronto huy� la visi�n, surgi� la ninfa del estanque, semejante a Citerea en su onda, y recogiendo sus cabellos que goteaban brillantes, corri� por los rosales tras las lilas y violetas, m�s all� de los tupidos arbolares, hasta ocultarse a mi vista, hasta perderse, �ay!, por un recodo; y qued� yo, poeta l�rico, fauno burlado, viendo a las grandes aves alabastrinas como mof�ndose de m�, tendi�ndome sus largos cuellos en cuyo extremo brillaba bru�ida el �gata de sus picos.

** * **

Despu�s, almorz�bamos juntos aquellos amigos de la noche pasada, entre todos, triunfante, con su pechera y su gran corbata oscura, el sabio obeso, futuro miembro del Instituto.

Y de repente, mientras todos charlaban de la �ltima obra de Fremiet, en el sal�n, exclam� Lesbia con su alegre voz parisiense:

-�Te!, como dice Tartar�n: �el poeta ha visto ninfas!...

La contemplaron todos asombrados, y ella me miraba, me miraba como una gata, y se re�a, se re�a como una chicuela a quien se le hiciesen cosquillas.

© Yoyita

 

 
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