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Theodora Ruben Dario

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    Rub�n Dar�o


    Theodora


    Bizancio rivaliz� con Roma. Bajo el poder de Constantino apareci� ante
    el mundo ense�oreada. Como arroyo entraron en ella ciencias y artes
    forasteras; y lo que el Lacio no le dio se lo dio Grecia. Levant� sus
    monumentos, bajo el azul cielo oriental, naciendo a la vida y a la luz
    el arte bizantino, lujoso y brillante en sus espl�ndidas
    manifestaciones; a ella lleg� el Paladio famoso que form� y repuj� el
    cincel de Fidias, al empuje de golpes inspirados; a ella las cl�mides
    romanas, los �ureos vasos y las joyas repulidas. Alz� sus arcadas
    vistosas, en donde el pincel dejara sus hier�ticas creaciones, y el
    mosaico decorara los macizos intercolumnios, y en sus vivos colores
    perfeccionar� antiguas artes en que apenas aparecieran delineaciones
    imperfectas.
    Dio a los amalfitanos sus ense�anzas, y atravesando en sus b�jeles las
    aguas del Adri�tico, lleg� a la ciudad bella de las g�ndolas, Venecia.
    All�, bajo el canon de sus artes, elev�ronse las c�pulas de San Marcos,
    iglesia presea que es la m�s completa representaci�n del estilo bizantino.
    All� fueron sus mosa�stas, sus imagineros, sus or�fices, y dejaron, para
    pasmo de los siglos, las quinientas columnas de la c�lebre f�brica, en
    m�rmol de diversos colores, en esmaragdita y alabastro, con vistosos
    simulacros y letreros misteriosos en lenguas sem�ticas.
    * * *
    �Cu�n grande fue Bizancio!
    Victoriano Sardou es en Bizancio donde hace pasar las escenas de su gran
    drama Th�odora, y en �ste ha sido m�s arque�logo que dramaturgo.
    Damos a continuaci�n un juicio de dicha obra, por Pablo Groussac.
    Nuestros lectores ganar�n hoy, con tener en vez de nuestra humilde
    revista teatral, un art�culo notable de tan plausible escritor.
    He aqu� el art�culo.
    * * *
    Comprendo perfectamente el g�nero de inter�s despertado por Th�odora, no
    s�lo entre el p�blico que pide a una representaci�n teatral efectos
    violentos y lances melodram�ticos, sino tambi�n en el grupo delicado que
    persigue emociones menos vulgares ante la producci�n de la vida presente
    o la historia.
    No es dif�cil imaginar un poema dram�tico con resortes m�s nobles y
    estilo m�s bello que los del drama de Sardou: los nombres de Shakespeare
    y Racine evocan seguramente una visi�n ideal m�s elevada y pura que la
    actual. Th�odora, empero, es una tentativa pintoresca que merece
    atenci�n y se levanta con todas sus deficiencias cien codos arriba de
    esas caricaturas burguesas de Ohnet, chatas y est�riles como las veredas
    callejeras.

    Th�odora es una cr�nica de Bizancio puesta en escena con toda la pompa
    oriental y la preocupaci�n erudita que era un rasgo del Bajo Imperio
    -como lo es tambi�n de nuestro siglo investigador-. Los diarios
    parisienses nos contaron a principios del a�o pasado todas las
    maravillas esc�nicas de la exhibici�n desde el dorado sal�n del
    �autocr�tor� hasta el manto imperial de la Augusta. Los que no conocen
    decoraciones de Rube o Carpezat no podr�n figurarse su real car�cter
    art�stico por las p�lidas copias que anoche contemplaron en el
    Politeama. Las columnas, muebles y mosaicos bizantinos; los trajes de
    opulencia tan deslumbrante como exacta, las armas y joyas copiadas en
    los museos, el orden de los s�quitos militares: todos los detalles de
    ese conjunto hist�rico daban a esa funci�n dram�tica la importancia de
    una verdadera restauraci�n.
    Tal era all� el inter�s art�stico de la costosa exhibici�n, -y a pesar
    de la presencia de Sarah Bernhardt en nuestra escena, y de las numerosas
    deficiencias de la actual reproducci�n- ese mismo inter�s visual ocupa
    el primer rango en los atractivos de Th�odora. Es ante todo y despu�s de
    todo una magn�fica pantomima una �pera sin m�sica bastante, pues los
    pocos compases de Massenet no merecen tomarse en cuenta.
    Todo el mundo conoce la acci�n banal que s�lo sirve para explicar la
    sucesi�n de cuadros exhibidos: los cr�ticos teatrales han reconocido de
    paso las reminiscencias de Lucrecia Borgia y Marion Delorme que
    marchitan un tanto la novedad de las principales escenas.
    Seg�n mi costumbre procurar� no volver sobre lo dicho por otros, y s�lo
    resumir� aqu� las impresiones que ante ese pintoresco espect�culo se
    armonizan o chocan con los recuerdos de la historia.

    Tanto para su confabulaci�n general como para los incidentes numerosos
    de sus cuadros, Sardou ha tomado por gu�a al historiador Gibbon, que a
    pesar de su preocupaci�n volteriana, es un excelente narrador de los
    hechos. La gran inexactitud de la pieza es la muerte de Teodora -�una
    Augusta estrangulada por la mano del verdugo!-. Sabido es que la
    emperatriz muri� a los cuarenta y ocho a�os, respetada y casi canonizada
    a pesar de su herej�a. Pero todos los otros detalles de la acci�n:
    incidentes del circo, pormenores de la sedici�n, menudencias de etiqueta
    -el color local, por fin- son de una realidad suficiente. Bastar�a para
    caracterizar la pieza el g�nero de pol�micas por ella suscitadas. Todas
    ellas se refieren a la verdad escenogr�fica. El mismo Sardou baj� a la
    palestra para defender sus decoraciones criticadas por un erudito
    especialista; y se defendi� con bastante habilidad, aunque sin ostentar
    ese domino completo del mundo antiguo que revel� Flaubert en su
    �apolog�a�de Salammb�. No creo por eso que el silencio de los
    adversarios de Sardou haya sido aquiescencia absoluta, sino perturbaci�n
    de sabios poco diestros en el combate de epigramas. No quisiera
    entorpecer esta cr�nica diaria con discusiones arqueol�gicas, casi tan
    �ridas y enojosas como las teol�gicas de Bizancio; pero me es imposible
    no protestar, de paso, contra el tono triunfante de Sardou cuando trata
    de ignorante a ese pobre se�or Darcel, porque �ste ha sostenido que la
    mezquita actual es la Santa Sof�a reedificada por Justiniano: consta,
    sin embargo, que hace cuarenta a�os, el sult�n hizo raspar el estuco de
    las paredes y aparecieron los bellos mosaicos del siglo VI, que se han
    reproducido en la obra de Salzenberg.
    Pero, en general, repito que Th�odora es un excelente y animado panorama
    de la vida bizantina: yo, por mi parte, me he deleitado en esa amena
    lecci�n de arqueolog�a por el aspecto, arreglada seg�n los principios
    pedag�gicos modernos. Es una admirable lesson on objects.
    No se trata, por cierto, de sostener la exactitud minuciosa y
    contempor�nea de tal o cual detalle: claro es que en ese mundo
    cosmopolita y refinado reinaba la moda voluble y fugaz; posible es que
    un adorno o corte de vestido pertenezca al reinado de Anastasio o Justino.
    Pero la arm�nima verdad del conjunto es innegable, como que se ha
    obtenido por h�biles artistas combinando y reproduciendo minuciosamente
    los objetos de los museos, y sobre todo los mosaicos de Ravena y
    Constantinopla. Puede comprobarse parcialmente esa exactitud sin salir
    de Buenos Aires, abriendo la Mosa�que de Gerspach: all� se ve
    desarrollarse en su complicada magnificencia el s�quito de Teodora, la
    deslumbrante teor�a de dignatarias imperiales en sus actitudes
    hier�ticas, recargadas con mitras, collares y macizos adornos sobre sus
    t�nicas, r�gidas y pesadas como casullas sacerdotales.

    Parecer� a algunos lectores que he insistido demasiado en esta faz poco
    literaria del drama de Sardou: es que, en verdad, me he detenido en su
    aspecto m�s satisfactorio. Es ante todo un escenario pintoresco, que
    perder� mucho de su atractivo en cuanto le apliquemos otro criterio. Nos
    har� el efecto de un tejido esponjoso examinado con el microscopio: no
    veremos sino hilos groseros, poros enormes y chocantes irregularidades.
    �Hablaremos seriamente de esa trama dram�tica que comienza apenas en el
    tercer cuadro para romperse o enmara�arse en el tumulto del circo o del
    palacio imperial? M�s que en otra producci�n alguna resalta aqu� el
    procedimiento artificial de Sardou: antes que el desarrollo l�gico del
    drama y el estudio psicol�gico de los caracteres, est�n para �l las
    escenas de efecto seguro, los golpes de teatro preparados de antemano
    como una prueba de prestidigitaci�n. La facultad maestra de ese
    acad�mico es la ligereza de manos; y el car�cter sobresaliente de sus
    obras, una habilidad de polizonte para encontrar el expediente dram�tico
    infalible, a costa de la verdad humana o de la m�s vulgar verosimilidad.
    La magnitud del escenario hist�rico no perturba su aplomo tranquilo, y
    en ese drama con pretensiones shakesperianas, desempe�an papeles
    primordiales un frasco o una horquilla, como si de las Pattes de mouche
    se tratara.
    Nada ser�a que Marcellus expirara instant�neamente con el pinchazo
    anat�mico del alfiler de oro: es menester que Th�odora se empe�e en no
    recogerlo, para que reaparezca con el cad�ver lanzado al B�sforo y
    recogido en la playa. El antiguo zurcidor de vaudevilles, nunca
    desaparece con su gastado escamoteo. Sardou acomete la tarea de pintar
    al fresco las b�vedas de Santa Sof�a con sus invariables y mezquinos
    procedimientos de dibujante de ilustraciones. Para �l no es sino
    cuesti�n de dimensiones.
    Los caracteres hist�ricos de la pieza son una vulgar recordatura de
    Procopio, el panfletista clandestino de la corte imperial. El grado de
    exactitud que contengan esas sangrientas caricaturas de un cortesano que
    se venga de adular en p�blico, difamado en secreto, es un problema
    hist�rico insoluble. Pero es un s�ntoma de nuestro mal gusto literario
    el que un escritor ilustre, teniendo que elegir entre varios documentos
    de parcial autoridad, no haya querido ver sino los que m�s infaman y
    degradan una civilizaci�n. No solamente no existen para Sardou otro
    Procopio que el de los an�kdoton, sino que exagera a�n la crudeza
    sangrienta de la caricatura. Seguramente, el Justiniano de la historia
    secreta es un personaje despreciable y grotesco: una mezcla de Claudio y
    de Felipe II, imb�cil y desastrado en su hogar como el primero;
    neciamente papelista y fr�amente cruel como el segundo; discutidor m�s
    que bizantino de absurdos teol�gicos, y cobarde como un eunuco; gran
    legislador por obra y gracia del cuestor Triboniano, e �nclito vencedor
    de los B�rbaros, desde su tribuna del hip�dromo, por el esfuerzo del
    Belisario y Nars�s. Pero el moderno dramaturgo ha encontrado el medio de
    recargar el odioso retrato de Procopio, pintando al �autocr�tor� a�n m�s
    imb�cil, cruel y cobarde que en esa venenosa acta de acusaci�n.

    Si hay algo sabido, es la cultura de formas y lenguaje de ese ni�o
    b�lgaro, sobrino de un emperador, advenedizo como �l, pero llevado muy
    peque�o a Bizancio y criado all� como un heredero del imperio. El estilo
    y modales �ntimos del Justiniano dram�tico son los de un viejo histri�n
    silbado.
    M�s crudamente exagerado a�n es el personaje de Teodora. Es dif�cil, por
    cierto, defender con �xito esa repugnante figura de meretriz
    entronizada, que logr� escandalizar al mundo tan poco escrupuloso del
    Bajo Imperio.
    Corrompida hasta las m�dulas antes de la pubertad, prodigando en los
    p�rticos del circo su �caridad universal�, innovando en sus org�as de
    tr�bada por sobre el capitali luxus de Ausonio, que requerir�a el
    griegos, pues el lat�n es harto transparente para su cabal pintura:
    vieja y marchita a los veinte a�os de tanto rodar por las tabernas de
    Constantinopla y los malecones de Alejandr�a-: seguramente, lo repito,
    no es f�cil calumniar la juventud de Th�odora. Pero es tan notorio como
    la historia de su licenciosa juventud, el cambio repentino que por
    cansancio o ambici�n se produjo en ella desde que conoci� y domin� al
    futuro emperador. Todos los autores, religiosos y profanos, est�n
    conformes. La corte y la misma familia imperial olvid� el vergonzoso
    pasado de la pantomima, ante la invariable correcci�n de la Augusta. El
    �autocr�tor� la asociaba tan p�blicamente a sus tareas de estado, que
    hasta en su monumento legislativo figura como consejera prudente y
    sagaz; por ejemplo, en la novela VIII, donde Justiniano emplea el
    retru�cano reproducido por Sardou, sobre el nombre de Th�odora (presente
    de Dios): Deo data est nobis.
    Y es esa soberana, severa ya y r�gida como todas las arrepentidas, la
    que se nos muestra corriendo las veredas de Bizancio como Mesalina, y
    cayendo en los brazos de un joven desconocido, de un odiado heleno a
    quien perseguir� insaciablemente. Y esas visitas a la vieja sirvienta
    del circo, y esa entrada al hip�dromo para que el pueblo le arroje a la
    cara el insulto soez, cuando es sabido que no pod�a asistir a las
    carreras sino invisible tras de las rejas de San Est�fano.
    En cuanto a esa famosa escena de �interior� en que los augustos
    consortes se escupen mutuamente las injurias m�s atroces en estilo de
    carnaval de la Courtille, es una repugnante parodia del realismo
    hist�rico; el m�s falso y necio esp�cimen del naturalismo aplicado a la
    tragedia, y que s�lo escapa a la chatura completa por ese sabor malsano
    de encanallada profanaci�n que hizo la fortuna de la Belle H�l�ne ante
    un p�blico cosmopolita de otro bajo imperio. Esto me lleva a decir algo
    del nov�simo estilo de ese drama hist�rico.

    El rasgo original del estilo de Th�odora, es la modernidad m�s cruda y
    familiar, puesta en boca de antiguos y elevados personajes.
    Acostumbrados como est�bamos a la solemnidad algo mon�tona y so�olienta
    de la Turqu�a de Racine o Voltaire; esa lengua m�s que franca produce el
    efecto de un alegre chasquido. Pero hay exceso evidente, en todas las
    escenas de Th�odora o de las comparsas bizantinas. Si era falsa la
    grandilocuencia cl�sica, siquiera era bella; y sin tener esta disculpa,
    no es menos inexacta la charla bulevardera transportada a la corte de
    Justiniano. La exagerada trivialidad no es sino el polo opuesto de la
    redundancia solemne, tan distante una como otra de la realidad. Y no se
    diga que estos giros de cal� parisiense son los equivalentes de los que
    hab�an de usar los emperadores de oriente, en sus disputas dom�sticas,
    por la raz�n de ser ambos advenedizos de baja extracci�n. Hac�a diez
    a�os que reinaban cuando estall� la sedici�n de Hypatius. Adem�s, y esta
    raz�n es fundamental, la lengua de la antig�edad y edad media no nos es
    conocida sino por los monumentos escritos, y entre �stos no hay uno solo
    que nos autorice a usar tan ins�lito disfraz. El pasado, as� en la
    historia como en nuestra vida, reviste para nosotros un tinte vago y
    po�tico que todo lo suaviza y embellece, semejante al efecto de
    perspectiva de un lejano horizonte. Esta transposici�n de estilo me
    parece, pues, una tentativa inversa, pero tan malograda como la de los
    rom�nticos, que salpicaban sus di�logos con palabras ex�ticas o anticuadas.
    Y ahora que he dado mi opini�n sincera en todo lo defectuoso e inferior
    de esa producci�n esc�nica, no tengo inconveniente en repetir que ella
    constituye, a pesar de todo, un espect�culo curioso y nada despreciable,
    siempre que est�n llenadas las condiciones materiales y art�sticas de la
    interpretaci�n. La pieza contiene dos o tres escenas magistrales: la
    conferencia de Justiniano con sus consejeros, la muerte de Marcellus, la
    pintura del grupo imperial, loco de terror, mientras la sedici�n bate
    las murallas del palacio. Abundan las frases condensadas y llenas de
    sustancia psicol�gica, que iluminan s�bitamente el car�cter como a la
    luz de un rel�mpago. As�, este grito del emperador durante la crisis
    revolucionaria: ��Habla despacio!, �no les da gana de venderme!� O esta
    contestaci�n, que T�cito hubiera puesto en boca de su C�sares abyectos:
    ��Le prometo la vida? -�S�, promete siempre!� Otras veces, la grandiosa
    imagen po�tica trae como un recuerdo de Shakespeare. Tamarys dice que en
    la carnicer�a humana del hip�dromo �los tigres han huido espantados ante
    el furor de los hombres�. �No os parece escuchar esa palabra sombr�a de
    Macbeth, cuando se cuenta que durante la noche del crimen los caballos
    de Duncan se han vuelto salvajes y despedazado unos a otros?

    Sardou es algo m�s que un diestro fabricante como Scribe o el viejo
    Dumas. Tiene el instinto de la grandeza dram�tica y la alcanza por
    momentos, casi podr�a decirse por casualidad. Adem�s, sin ser un
    escritor de potente originalidad, tiene un estilo vivo y eficaz, no
    siempre correcto ni bien fundido, pero casi nunca tampoco desabrido y
    falto de vigor. Hay que tener en cuenta, adem�s, para ser equitativo,
    que Th�odora es una pieza por medida, un escenario construido para hacer
    resaltar las genialidades especiales de una artista en medio de los
    esplendores de una exhibici�n arqueol�gica. Ahora s�lo faltar�a
    averiguar si es a los maestros del teatro a quienes toca rebajar su arte
    hasta escribir piezas de ocasi�n. En una carta que ha circulado
    autografiada -como las de Voltaire- la eximia actriz que aplaud�amos
    anoche declaraba que �deseaba haber creado Fedra o Do�a Sol, pero que se
    consolaba con haber creado Teodora� Y bien -Sarah Bernhardt es demasiado
    modesta- por cuenta de Racine y V�ctor Hugo.

    Theodora Ruben Dario

     

    Theodora Ruben Dario

     

    Portrait Divine Mercy Portrait Donna Holmann Portrait Be it done to me according to thy word
    Divine Mercy Portrait Donna Hollmann Mary
    Mercy
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    Portrait of Donna Holmann
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    Be it done to me according to thy word
    Oil on canvas
    Technique Chiaro-obscuro
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    Theodora Rub�n Dar�o Derechos Reservados 1976-2012 � Dr. Gloria M. S�nchez Zeled�n de Norris, Yoyita. Presione aqu�   para comunicarse con la artista