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la cartuja


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Rubén Darío

La Cartuja


Este vetusto monasterio ha visto,
álidos de ayuno,
con el brevario y con el Santo Cristo,
a los callados hijos de San Bruno.

A los que en su existencia solitaria,
con la locura de la cruz y el vuelo
ísticamente azul de la plegaria,
fueron a Dios en busca de consuelo.

Mortificaron con las disciplinas
y los cilicios la carne mortal
y opusieron, orando, las divinas
ansias celestes al furor sexual.

ías,
el misterioso profesor de llanto,
y el silencio, en que encuentran armonías
ñador, el místico y el santo,

fueron para ellos minas de diamantes
que cavan los mineros serafines
a la luz de los cirios parpadeantes
ón de las campanas de maitines.

Gustaron las harinas celestiales
en el maravilloso simulacro,
herido el cuerpo bajo los sayales,
íritu ardiente en amor sacro.

Vieron la nada amarga de este mundo,
pozos de horror y dolores extremos,
ás profundo
en el profundo De morir tenemos.

ón y Antonio,
a pesar de cilicios y oraciones,
les presento, con su hechizo, el demonio
sus mil visiones de fornicaciones.

Y fueron castos por dolor y fe
y fueron pobres por la santidad,
y fueron obedientes porque fue
su reina de pies blancos la humildad.

Vieron los belcebúes y satanes,
que esas almas humildes y apostólicas
triunfaban de maléficos afanes
ólicas.

Que el Mortui estis del candente Pablo
les forjaba corazas arcangólicas
y que nada podría hacer el diablo
de halagos finos o añagazas bílicas.

¡Ah!, fuera yo de esos que Dios quería.
Y que Dios quiere cuando así le place,
dichosos ante el temeroso día
de losa fría y ¡Requiescat in pace!

Poder matar el orgullo perverso
y el palpitar de la carne maligna,
todo por Dios, delante el Universo,
con corazón que sufre y se resigna.

ón de la divina mano,
ver florecer de eterna luz mi anhelo,
y oír como un Pitágoras cristiano
úsica teológica del cielo.

Y al fauno que hay en mí, darle la ciencia,
que al Angel hace estremecer las alas.
ón y por la penitencia
poner en fuga a las diablesas malas.

Darme otros ojos, no estos ojos vivos
que gozan en mirar, como los ojos
átiros locos medio-chivos,
redondeces de nieve y labios rojos.

Darme otra boca en que queden impresos
los ardientes carbones del asceta;
y no esta boca en que vinos y besos
aumentan gulas de hombre y de poeta.

Darme unas manos de disciplinante
que me dejen el lomo ensangrentado,
úbricas de amante
que acarician las pomas del pecado.

Darme una sangre que me deje llenas
las venas de quietud y en paz los sesos,
y no esta sangre que hace arder las venas,
vibrar los nervios y crujir los huesos.

¡Y quedar libre de maldad y engaño,
y sentir una mano que me empuja
a la cueva que acoge al ermitaño,
o al silencio y la paz de la Cartuja!
la cartuja
 

la cartuja

 

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