Arte Nicaragüense

Chepeleón Argüello

NAVIDAD


A mis 8 años, cada 24 de diciembre era el día más deseado, la expectativa ansiada por hacerse realidad. Todo un año de espera, buen comportamiento y amenazas frías de parte de mi madre.

Con mis escasos conocimientos de la ortografía, me adentraba en la imaginación premeditada creando un testamento de peticiones que coqueteaban algunas veces con un carrito de hojalata, un soldadito de plástico, o me disparaba airoso en busca del disfraz de vaquero de mi héroe predilecto con sus dos pistolas plateadas que hacían juego con la estrella de sheriff, que pendía autoritaria en su pecho de invencible, y de ipegue, alguna que otra cosita, que el Niño Dios, por mi buen comportamiento, me traería como premio. Inocencia que anidaba en mis ojos de niño.
Para mí, en el cielo, hogar del Niño Dios, había una montaña de juguetes acumulados en espera de la navidad y de mi ansiosa cartita, que algún Ángel, por mandato del Niño Dios, tenía que leer y cumplir sin chistar. Arrogancia infantil en medio de la inocencia.

A pocas semanas de la navidad, me encontraba jugando en el traspatio de la casa, correteando con mis amigos del vecindario, cuando decidí compartir la espera con uno de ellos. Entusiasmado y con la certeza de lo inculcado por costumbres, le pregunté qué le había pedido al Niño Dios. Hubo unos cuantos segundos de silencio.
― Y vos, ¿de qué estas hablando niño? –me dijo, mientras pateaba el suelo y agachaba la cabeza con desatino.
Le solté el paquete a como me lo habían mostrado. Le hablé del Niño Dios, de los niños bien portados, como yo, y de los regalos con que seríamos premiados.
― ¡Ej...! Yo no sé de eso, mi Abuela nunca me ha dicho nada de ese tu Santo Niño –mi amigo se quedo ido, perdido en su pensamiento–.

La verdad es que nunca me han dado juguete alguno.
― ¿Y porque no le hacemos una cartita con tu nombre al Niño Dios? –le pregunté entusiasmado.
― Sí, de verdad, tenes razón –en eso, sus ojos se perdieron en la confusión.
― ¿Qué té pasa? –le pregunté.
― Es que... –y se metía en el silencio atónito otra vez.
― ¡Ideay pues! ¿No es que somos amigos?
― Sí –me dijo―. Pero me da vergüenza. ¿Júrame que no te vas a reír de mí?
― Lo juro.
― No le digas a nadie o te vas al infierno.
― No sé leer –mientras cerraba los ojos avergonzado–. Dice mi Abuela, que la escuela es pérdida de tiempo, que nacimos pobres y entre más rápido nos demos cuenta, más fácil se nos hace la vida. Al terminar tenía sus ojos negros, lagrimosos, bajo una oscurana de tristeza y lodo.
― No te preocupés, yo te voy a ayudar.
Después de jugar, estando ya en mi cuarto, emprendimos la tarea de redactar la esperanza infantil en un mundo de adultos. No quiso pedir mucho, era la primera vez y no quería que el Niño Dios pensara que era muy lagarto. Además, no se acordaba bien si se había portado bien, porque su Abuela, le pegaba mucho y le decía que era un vago, un haragán y muchas cosas feas que le daban ganas de llorar.

El contenido de la carta era, un par de líneas, muchos borrones, varios errores ortográficos y una imaginación que aleteaba por primera vez sus esperanzas de recibir un poco de lo anhelado.

Al caer la tarde, escalamos el muro que da a la pared del excusado de la casa de su Abuela, y al llegar al techo, pusimos la carta, sostenida con un trozo de teja de barro que llevaba en la bolsa de mi pantalón. Nos quedamos viendo, maravillados por el momento de la ilusión, y sin esperar motivo, nos pusimos a reír.

Por la noche al rezar, señalaba con tristeza al excusado, reclamando al Niño Dios, que hacía más de una Semana, mi carta se la había llevado, pero la del amigo, aun pendía del tejado.

La carta cambio a un color amarillento, empezaba a deteriorarse y a pedazos, el viento se la estaba llevando. El día anterior a la noche buena, llovió, llovió con la fuerza de un vendaval, y fue así, entre relámpagos y truenos, que la lluvia arrastro lo que quedaba de la carta. Muy adentro de mí, creí, por lo que me habían enseñado, que el Niño Dios, de esa forma se había hecho cargo de la cartita de mi amigo.

El día tan esperado llego, amaneció húmedo, un poco de frió rondaba calladamente el pueblo de San Marcos, era otro año, igual a los de siempre, donde se cumplen al pie de la letra mis peticiones al Niño Dios. A ojos cerrados, podía encontrar al borde de la cama los juguetes ya soñados. Casi al medio día escuche la voz de mi amigo, que venía desde la calle. Salí corriendo, juguetes en mano lanzando la pregunta con ansias retrasada.

― ¿Qué paso? ¿Te trajo el Niño Dios los juguetes?
No dijo nada, atornilló sus ojos en mi corazón y de un golpe me estremeció.
― ¿Ves ésto?
Y seguido mostró su espalda llena de moretones.
― ¡Yyyy...! ¿Qué te pasó? –logré balbucear.
― ¡Esto! –me dijo con lágrimas en los ojos–. Esto es, lo que tu Niño Dios me dejó, y por tu culpa.
― Pero... ¿qué estas diciendo?
― Tiene razón mi Abuela, sólo a mí, se me ocurre creer en esas tus chochadas.
― ¿Cuáles chochadas?
― ¿Ah, sí? Explícame, por qué cuando me desperté y al buscar abajo de mi tijera, los regalos, que según Vos, tu Niño Dios, me iba a dejar, no encontré más que mis chancletas viejas. ¿Ah? Y cuando fui para donde mi Abuela, a preguntarle qué es lo que había pasado con mis juguetes, sus ojos casi se le prendían en fuego de la arrechura, y me dio un manotazo en la cara, que casi me arranca la cabeza del pescuezo.

Lloraba con rabia, mientras un surco lodoso se le formaba en sus mejillas.
― Pero no creas, que con eso se conformó. Mi Abuela es especialista pues eso fue sólo el principio. El resto, ¡Mirá! ¡Mirá! Y me mostraba otra vez su espalda lastimada.

Las preguntas hacían un nudo que se entrelazaban por todos lados, impidiéndome encontrar el principio o el final de todo esto. Y así, emprendí el regreso a mi casa, con la tristeza de mi amigo, clavada en mis ojos.
A veces la inocencia infantil se pierde de la forma menos esperada...

Chepeleón Argüello



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