Arte Nicaragüense

Chepeleón Argüello

La Carmencita
A la Carmen Urtecho, mi mama.


Nace una amistad


No podían ser tan distintos, lo único cierto que tenían en común eran los hijos. Ella, maestra de primaria en una escuela rural y de buena familia, ellos, sus vecinos, peones del campo en tierra ajena y sin esperanza de cambio.

Los días pasaron, mientras los niños se turnaban para ir a jugar a las respectivas casas, el “hola que tal”, irreverente entre adultos, dio paso a un dialogo más amistoso, mientras los hijos rompían sus normas, sus reglas sociales, ellos los adultos, mantenían la distancia de clase. Un día se notó el cambio físico en la Vecina, el cuerpo de aquella mujer, se regocijaba alterando, creando redondeles, ensanchando el cuerpo para acomodar en sus entrañas, la nueva vida que latía eufóricamente.

Aquel acto inigualable de la creación divina que se estaba desarrollando en las entrañas de la vecina, en vez de traer la alegría deseada, llenaba a los inquilinos de aquella humilde vivienda de preocupación.

La suerte que para otros es normal, los tres tiempos de comida, ropa que cambiar, una cama suave donde recostar los agotados huesos, era la lucha constante que tenían a diario y la noticia del embarazo, vino a cuestionar la escasez de recursos económicos y en vez de agradecer la bendición divina, les asustó la idea de mantener otra boca.

En medio de tantas preocupaciones y signos de mal presagio, la alegría en los ojos de aquella mujer era un brillo que embellecía su rostro gastado, donde se acomodaba el dolor y la desilusión como arrugas por montones.

Heredó los pañales y la ropa que había sobrepasado de tamaño el hijo menor de la Maestra, muchas de las barreras sociales que no se habían atrevido a cruzar, cayeron ante la solidaridad compartida entre madres. Es como si el instinto de la maternidad fuera hermosamente contagioso. En pago a esa nueva amistad, la vecina, le pidió a la Maestra, que le bautizara a su niño, y que si era mujercita, le pondrían si se lo permitía, el nombre de la Maestra: Carmen, Carmencita.

La sorpresa fue única para la Maestra, nunca nadie le había pedido ser madrina en un bautizo, entendía la seriedad del acto y por tanto, sentía la inseguridad y el miedo a lo inesperado, pero al mismo tiempo, le invadió la necesidad íntima que al compartir y aceptar dicha petición, asumiría responsabilidades que se derivaban de la nueva amistad.

Para la vecina, el horario de trabajo y el desgaste físico no cambió, más bien empeoró. Al despuntar todas las mañanas, la humilde vivienda abría sus ventanas y puertas al nuevo día. La madre, los dos hijos mayores y el padre, emprendían la marcha soñolienta hacia los cafetales ajenos, donde un horario de casi 12 horas sin descanso les esperaba. El estado de embarazo, no enriqueció la dieta, las ojeras se le clavaron más profundas, la piel más oscura al dejar expuesto tristes huesos, testigos neutrales de la mala alimentación a que estaba sometido el cuerpo de la vecina.

Y así, muy temprano, un miércoles de lluvia y truenos, nació la criaturita, atada al cordón umbilical de la muerte. Un saco de hueso, con los ojos entumidos, boqueaba el aliento en busca de vida en cada respiración.

De aquella casa a oscuras, no se escuchó ninguna entonación de alegría, ningún acto de júbilo para celebrar el nacimiento del nuevo miembro de la familia, más bien, un horrible manto silencioso irradiaba dolor hasta en el último rincón de la humilde vivienda.

Para la mujer, la rapidez y el triste desenlace con que se estaban desarrollando los acontecimientos, la tenía acorralada en el dolor y la frustración. El no saber qué hacer o dónde guardar todas estas emociones, producto del embarazo y su ansiedad frustrada de madre, el no poder imaginarse el nuevo día sin la alegría de la espera, mezclaba con el dolor de la ausencia que pronosticaba tragedia para la humilde familia, se le acurrucaba en la mirada de miedo.

El esposo, no decía nada, yacía en una esquina del cuarto, tratando de esconder las lágrimas, con los recuerdos tristes de su padre, cuando sin más emoción, y sin entusiasmo de mentir, le decía: “Los pobres no tenemos el mismo derecho a procrear”. Mientras echaba la última palada de tierra sobre la tumba del hijo y hermano, que había nacido, para morir el mismo día. Esa fue la única vez que vio a su padre derrumbarse entre lágrimas y dolor.

La abuela cobijó a la recién nacida, dejando en la oscuridad de su tristeza a la madre y se encaminó hacia la casa de la maestra.

¾ Lo prometido es deuda -le dijo la abuela a la maestra-. Hay que bautizar a la niña, lo más pronto posible.

La maestra al principio no entendía la urgencia del momento, pero cuando le mostraron a la criaturita, un suspiro de sorpresa y dolor le vino desde muy adentro. Emprendieron el camino hacia la casa de Dios, con los primeros rayos del sol.

Frente al altar de la Virgen del Socorro, dio comienzo la ceremonia. Sólo la voz del Cura, murmurando la oración, y la respiración de los presentes se escuchaba. Apenas dio por terminado el ritual del bautizo, la criaturita abrió los ojos, hizo esfuerzo para respirar y se apoderó de su cuerpecito un ligero temblor que cedió al dejar escapar el último suspiro.
El vecino abrazó el pequeño cuerpo sin vida, mientras lloraba sin consuelo, la abuela se secaba las lágrimas con cólera mientras decía.
¾ ¡Si Dios fuera madre! ...Si Dios fuera madre, entendería el dolor de ver a un hijo morir.
¾ ¡Mamá! ¡No mamá! -con las dos manos agarraba con fuerza el delantal para enjugarse las lágrimas.

¾ ¿No qué, hijo? A ver, explícame, ¿qué sabe un hombre del dolor de parir y ver morir a tu criaturita de hambre al nacer? ¿Ah? Dígame usted Padre -vvolviéndose en dirección al Cura mientras levantaba agitando los brazos hacia el cielo-. ¿Verdad que no es lo mismo parir a un hijo, experimentar en carne propia el dolor que desgarra tu cuerpo desde lo más profundo de tu vientre para darle paso a esa vida que creció en tus entrañas, que el soplo simple y divino, de un Dios, que lo puede todo?

El silencio trágico del momento era como agujas clavadas en los corazones de los presentes. La expresión de desconsuelo y confusión en el rostro del Cura iba en aumento ante la mirada de fuego de aquella mujer sumida en el dolor y su incapacidad humana y frágil de poder cambiar los acontecimientos, produciendo estragos devastadores en el Cura, sacudiendo desde muy adentro los cimientos donde se sostenía su fe y sus creencias religiosas, y sin darse cuenta se encaminó con el dolor del momento, y dejó traslucir sus propias dudas.

¾ ¡Si Dios existiera! -poniéndose las dos manos sobre la cara, mientras agachaba la cabeza y sollozaba-. ¡Si Dios existiera! No habría razón ni motivo, para ver morir de hambre a los niños pobres. Al terminar su reclamo, el hombre cayó de rodillas, sus horas como Cura estaban contadas, la Fe le fue insuficiente y su mundo se desplomo ante la cruda realidad.

Chepeleón Argüello



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